Cosecha propia

Apuntes a una pesadilla sonora en Autor material de Matías Celedón

 

por Víctor González

Durante el año 2013, el diario The Clinic publicó un reportaje bastante llamativo sobre Carlos Herrera Jiménez, un ex agente de la CNI que, en su estadía en el penal de Punta Peuco, tomó rumbo hacia un particular proyecto: crear el mayor archivo de audiolibros para ciegos en el país. De acuerdo con lo dicho por Pablo Basadre, el asesino del sindicalista Tucapel Jiménez, así como del carpintero Juan Alegría, enviaba listas periódicas a la Biblioteca Central para Ciegos, donde se comprometía a grabar una serie de obras clásicas con un plazo estimado de tiempo. Según el testimonio de algunos gendarmes, Carlos Herrera tomaba asiento frente a un pequeño escritorio, donde un computador, equipado con audífonos y un micrófono, recibía su voz grave, pastosa y pesada durante gran parte del día. Entre los trabajos, se encuentra uno de sus audiolibros más largos, el cual nos permite oír la totalidad de los versos trinos de la Divina Comedia, lo que tomó por lo menos 4 meses de lectura en voz alta.

Es aquí, entonces, donde parte la premisa de Autor material (2023), la última novela de Matías Celedón que fue publicada por Banda Propia Editoras, la cual está repleta de imágenes, pequeños guiños visuales que insinúan la reproducción de un audio secreto, y por supuesto, un código QR que nos lleva a las grabaciones originales de Carlos Herrera Jiménez, las cuales son reorganizadas por Celedón a modo de montaje. Por medio de una sospecha levemente borgeana, el autor piensa que en los audiolibros podría haber algo cifrado: una especie de mapa mental, donde el propio Carlos Herrera se encuentra desplegado a partir de pequeños fragmentos audio textuales. Entonces, en cada uno de estos retazos literarios, estaría la posibilidad de reconstruir un perfil tanto de las cosas humanas e inhumanas que habitan sus recuerdos: paseos, animales, torturas, amistades, asesinatos, conversaciones y otros pecados que le acechan antes de dormir.

El libro como tal, está constituido por tres partes: “Identidad operativa”, “Frases grabadas” y “Retrato hablado”. Me parece que es un tanto difícil catalogar estos tres momentos como capítulos, o al menos se hace complicado según la tradición narrativa; diría que son tres experiencias distintas sobre un mismo objeto, las que quizá, ocurren de forma sincrónica y no secuencial. En primer lugar, “Identidad operativa” nos presenta un escenario ficticio, donde Carlos Herrera comparece frente a un tribunal que le hace diferentes preguntas en torno a sus crímenes. Cada una de las palabras del juicio están veladas por la narración de Celedón, dado que sólo somos capaces de leer las respuestas del imputado. Lentamente, nos vamos dando cuenta de que Carlos pareciera estar hablando solo, o bien, hacia dentro, como si acaso estuviera rememorando las confusas escenas de su pasado por medio de un diálogo fracturado. Quizá, lo que nos pueda ayudar a comprender este fenómeno es el relato final, donde el homicida nos habla de un sueño repetitivo: en él, Carlos se transforma rápidamente en todas las víctimas que pasaron por sus manos, sufriendo así, en carne propia, cada una de las descargas eléctricas que aplicó alguna vez en los cuerpos de los detenidos.

Luego, el segmento “Frases grabadas” nos señala el conjunto sonoro en cuestión. Antes de notar el código QR de las grabaciones, podemos leer una pequeña semblanza que nos indica la naturaleza de los audios. Los fragmentos pertenecen a libros muy disímiles entre sí, algunos de la lista son Teoría de la constitución, Doña Bárbara, El Manipulador, Ha llegado el águila y Cómo superar el dolor. Me parece que la elección no es anodina, en la medida de que la violencia, los secretos y las pesadillas poseen una naturaleza anclada en la diferencia. Cada una de estas experiencias suelen aparecer en los lugares más recónditos, sea del cuerpo o de la memoria. Como pequeñas cicatrices, o bien, como susurros casi inaudibles, podemos hallar en la lectura de un libro de derecho o en una novela de Rómulo Gallegos, los espasmos de un lenguaje tembloroso, aterrado, quizá, con la contradictoria dureza de una voz llena de dudas, miedos, rencores y remordimientos. Pero más importante aún, los audios nos señalan la conflictiva relación entre las lecturas y los ambientes. Detrás de cada una de las narraciones, en cada una de las pausas, nos acechan los pavorosos silencios de una cárcel, o bien, la ominosa vida doméstica de un enjuiciado por delitos de lesa humanidad. A 50 años del golpe, estos audios nos recuerdan lo frágil y engañosa que es la separación entre alta y baja cultura.

Por último, “Retrato hablado” nos muestra la faceta más personal de Celedón, el cual no solo reflexiona sobre las circunstancias de las grabaciones de Carlos Herrera Jiménez, sino también sobre las implicancias de su propio trabajo como recopilador de archivos. Habría, en el ejercicio de compilar sonidos, algo contraintuitivo a la investigación. Pareciera que todas las violencias políticas asociadas a la dictadura militar tienen que ver, de algún modo, con lo visual, no solo porque los registros de la catástrofe han sido, fundamentalmente, fotográficos o de tipo video documental, sino también porque esta lógica del espectáculo ha hecho que, frente a las imágenes del horror, quedemos en una especie de shock, bastante similar a lo que Sergio Rojas ha referido como lo tremendo en su ensayo Escribir el mal: literatura y violencia en América Latina (2017). Que lo hórrido comience a pertenecer al orden común de las cosas es desastroso en sí mismo, pero lo es más aún cuando su aparición no nos empuja a ningún tipo de afecto o conmoción. Quizá, como intuye Matías Celedón, nos hemos vuelto ciegos ante la propia violencia que constituye nuestra historia nacional. ¿Será, entonces, posible que los sonidos se mantengan fuera de esta imposición? Responder afirmativamente es un poco descuidado, ya que lo sonoro también pertenece al régimen estético que habitamos. Pero lo que sí es cierto es que lo visual no es exclusivamente visual, ni lo sonoro estrictamente sonoro. Los fenómenos sensitivos colaboran a todo momento, reproduciendo así las distintas experiencias que residen en nuestra memoria. Más bien, la disputa entre lo visible y lo audible consiste en una modulación, donde los parámetros de lo sensitivo se ajustan para que, lo que está frente a nosotros, se aclare de una vez por todas. La novela de Matías Celedón se instala, precisamente, en esta promesa que mantienen las artes con la realidad inmediata: despejar los paisajes, para así distinguir los detalles que el tiempo nos ha ido ocultando.

El libro de Matías Celedón es un texto múltiple, con una estructura intermedial, aunque no solo por la diversidad de sus registros, los cuales van desde la escritura ensayística hasta la novela y el archivo, sino también porque el método compositivo de la obra -el montaje y el collage- termina por construir un libro-artefacto. Carlos Herrera Jiménez, el homicida de carne y hueso, así como su versión ficticia en la novela de Celedón, es un sujeto localizable en un solo cuerpo, en una sola identidad, pero, aun así, pareciera estar tan agrietado que su nombre aparece repartido por todos los sitios posibles. En un ejercicio disociativo, Carlos Herrera es uno y varios al mismo tiempo. Tales son las consecuencias de una violencia sin propósito, de una historia sin reparación, sin responsabilidades. No hacernos cargo de los fantasmas del fascismo nos impide reconocer los nuevos rostros de la destrucción. Por ello es que este tipo de obras, capaces de plantearnos nuevos desafíos tanto estéticos como éticos, se vuelven de suma importancia a la hora de pensar nuestra contingencia, y por supuesto, al momento de preguntarnos si acaso algo ha cambiado a lo largo de estos 50 años.

Autor material
Matías Celedón
Editado por Banda Propia
$13.000
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