Quizás el arte de la crónica consiste más que nada en ajustar un temperamento, un modo de
sentirse en el mundo y de registrarlo en la frecuencia específica de una voz. En algún sentido todos
los cronistas se parecen y al escribir ejercen variaciones personales sobre un repertorio limitado de
tópicos.
En el caso de Zanetti: la condena del trabajo, momentos áuricos de la infancia, problemas con los
desplazamientos cotidianos, fútbol, abuelos, balnearios y mucha memoria televisiva generacional.
Particularmente recordable es su justificación como habitante de Ñuñoa, que uno lee con una
sonrisa y que sin embargo es una propuesta muy melancólica.
Conocía algunas de las crónicas de Zanetti porque él tiene la gentileza de mandármelas cuando
intuye que en el texto hay algo que me incumbe. No obstante, la posibilidad de leerlas en forma de
libro, todas juntas o hartas juntas, conformando una especie de continuidad, me hace calibrar el
espesor de su experiencia.
Los buenos cronistas que conozco tienen algo en común: una conciencia de sus límites. Quieren
aprehender un objeto de la manera más precisa, y con ese sentido usan más o menos palabras,
intensifican o amortiguan sus recursos.
El Zanetti cronista encaja totalmente con esta modalidad. No adorna con retórica, más bien analiza
los fenómenos: quisiera, mientras escribe, despejar la conciencia para que la realidad, en su
fugacidad de espejismo, simplemente aparezca. Roberto Merino
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