¿Cómo ver con ojos nuevos a una escritora sobre quien se ha dicho todo, o por lo menos sobre quien se tiene la impresión de que todo ha sido dicho? Lo que es más: una escritora que colaboró ella misma, con ejemplar constancia, a que quedara de sí una imagen sabiamente compuesta, convincente en su misma calculada simplicidad: en una palabra, imperturbable? A esta pregunta responde, con ejemplar rigor intelectual e imaginación crítica, este libro de Lila Zemborain. No satisfecha con los clichés de lectura que han fijado a Gabriela Mistral en su eternidad, Zemborain desmonta el monumento, toma a la escritora en su letra. No desdeña el cliché mistraliano, antes bien lo complica, dejando que irradie, que se disperse, que se contradiga, que impresione al lector de manera nueva. De la lectura de Zemborain -de su inquisición poética, podría decirse -surge un sujeto mistraliano generosamente diverso, traducido en múltiples figuraciones, ninguna de ellas simples ni reconfortantes. La indagación de Zemborain parte de una pérdida y de un logro: se pierde el nombre del padre para ganar la firma de autor. De este doble movimiento, marcado por el vaivén, surgen las ambigüedades del sujeto mistraliano, la compleja elaboración de la pérdida, la perversa identificación con un sujeto melancólico y a la vez la indudable libertad de quien se inventa al nombrarse por sí misma. Con maestría, Zemborain sigue esa línea de lectura, sorprende los repliegues y las ricas contradicciones de un sujeto que enuncia, como al descuido: «Estoy en donde no estoy». Lila Zemborain da nueva vigencia a la incalculable importancia de la relectura, a la fundamental inestabilidad del texto que es también su riqueza. Ningún lector de Mistral puede permanecer ajeno a este libro admirable.
Gabriela Mistral: Una mujer sin rostro
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