La escritura del desastre
Desastre: lo que queda por decir cuando se ha dicho todo, ruina del habla, desfallecimiento de la escritura, rumor que murmura, lo que resta sin resto; siempre por venir, siempre pasado; histórico fuera-de-la-historia. Olvidémonos del lenguaje ordinario: solo un ejercicio sublime de ironía (¿se le puede dar ese nombre?) hace posible la escritura del desastre. Olvidémonos de toda dialéctica: solo un ejercicio acrobático, intenso y excesivo del lenguaje (una palabra es siempre más que una palabra) posibilita un pensamiento del desastre.
A través de este pensamiento, sustentado en una escritura fragmentaria, casi aforística, que hace hablar al lenguaje más allá de sí mismo (lenguaje de pura trascendencia sin correlato alguno, diría Levinas) acerca Maurice Blanchot al lector a temas nucleares en su obra: la pasividad como exigencia cargada de responsabilidad, como pasión anónima (yo sin yo) que ante el poder y la opresión responde con el rechazo, la resistencia y el combate (el desastre es lo único que mantiene a distancia el dominio); la relación de no reciprocidad con el otro, el prójimo (que pesa sobre mí hasta abrirme a la radical pasividad); la amistad como relación inconmensurable (el afuera unido en su ruptura y en su inaccesibilidad); la experiencia imposible de la muerte (paciencia infinita de aquello que no se realiza nunca de una vez por todas)?
Escritura fragmentaria, mas no estanca: el pensamiento del desastre arrastra a Blanchot a un diálogo crítico, por momentos con el psicoanálisis (arrumbado por la bella y arrebatadora descripción, autobiográfica, de una «escena primitiva» y su secreto), por momentos con Hegel (ese enemigo inevitable), y sobre todo con Heidegger (el recurso a la etimología siempre en entredicho); pero también, en resonancia creadora con Nietzsche, Kafka, Melville, Hölderlin, Mallarmé, Valéry y René Char.
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