Cada novela de Pavese gira en torno a un tema oculto, a una cosa no dicha que es la verdad que él quiere decir y que solo puede decirse callándola. Todo alrededor compone un tejido de signos visibles, de palabras pronunciadas: cada uno de esos signos tiene a su vez una cara secreta (un significado polivalente e incomunicable) que importa más que la manifiesta, pero su verdadero significado está en la relación que lo vincula con la cosa no dicha.
La luna y las fogatas es la novela de Pavese más cargada de signos emblemáticos, de motivos autobiográficos de enunciados sentenciosos. Como si del típico modo pavesiano de contar, reticente y elíptico, se desplegara de golpe esa prodigalidad de comunicación y de representación que le permite al cuento transformarse en novela. Pero la verdadera ambición de Pavese no estaba en ese logro novelesco: todo lo que nos dice converge en una sola dirección: imágenes y analogías gravitan en torno a una obsesión: los sacrificios humanos. En La luna y las fogatas, el personaje que dice “yo” vuelve a los viñedos del pueblo natal tras haber hecho fortuna en América; lo que busca no es solamente el recuerdo o la reinserción en una sociedad o la revancha contra la miseria de su juventud: busca saber por qué un pueblo es un pueblo, el secreto que une lugares, nombres y generaciones. No es casual que sea un “yo” sin nombre que, de vuelta en el mundo inmóvil de los campos, quiera conocer la última sustancia de esas imágenes que son la única realidad de sí mismo.
Con esta novela concluye la exploración de Pavese: escrita entre septiembre y noviembre de 1949, fue publicada en abril de 1950, cuatro meses antes de que el autor se quitara la vida tras haber mencionado en una carta los sacrificios humanos de los aztecas.
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