En la segunda mitad de los setenta, Rodrigo Lira apareció como una interferencia en la poesía chilena. Aprovechando los intersticios de visibilidad que dejaba una situación cultural extraña, algo exigua, con el fantasma de la dictadura proyectado en el fondo, Lira trabajó concentradamente –y con recursos limitados– en la producción, diagramación y divulgación de sus textos, a la vez irrisorios y dramáticos, herméticos a veces pero en todo momento orientados a hechos urgentes de la vida íntima o de la vida colectiva. Su muerte en 1981 marcó el punto de partida del mito.
Roberto Careaga, libreta en mano, siguió las pistas perdidas de la vida de Lira como si se tratara de un enigma policial. Anudó la filiación biográfica de cada anécdota y logró recomponer parte significativa de los primeros años del poeta, de su juventud universitaria y de la dimensión más dura de su existencia: frustraciones amorosas, crisis psiquiátricas, inserción en el mundo.
Escrito con un lenguaje directo, evitando mayores interpretaciones, muestra en los hechos aparentemente superficiales varias capas de realidad. Leerlo es asomarse a un fascinante destino individual y a la catadura de una época un poco desquiciada.
“A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, no es un habitante involuntario de un sueño incomprensible, sino un habitante voluntario, alguien que tiene los ojos abiertos en medio de la pesadilla”.
Roberto Bolaño
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