En una época en la que las tradicionales potencias históricas -la poesía, la religión, la filosofía- se han convertido en meros espectáculos culturales y en experiencias privadas, la única tarea que todavía parece conservar alguna seriedad es la “gestión integral” de la vida biológica: “Genoma, economía global, ideología humanitaria -afirma Agamben— son las tres caras solidarias de un mismo proceso por el cual la humanidad poshistórica parece asumir su fisiología como último e impolítico mandato”. Sobre las huellas de Heidegger (“el filósofo del siglo XX que más se esforzó por separar al hombre del viviente”) y Benjamín, de Kojéve y Bataille, Agamben continúa la reflexión contenida en sus libros anteriores acerca del concepto de vida, y se interroga sobre el umbral crítico que produce lo humano, que distingue y al mismo tiempo aproxima la humanidad y la animalidad del hombre.
“En nuestra cultura, el hombre ha sido siempre pensado como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un logos, de un elemento natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino. Tenemos que aprender, en cambio, a pensar el hombre como lo que resulta de la desconexión de estos dos elementos y no investigar el misterio metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de la separación. ¿Qué es el hombre, si siempre es el lugar —y, al mismo tiempo, el resultado- de divisiones y cesuras incesantes? Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse en qué modo -en el hombre— el hombre ha sido separado del no-hombre y el animal de lo humano, es más urgente que tomar posición acerca de las grandes cuestiones, acerca de los denominados valores y derechos humanos. Y, tal vez, también la esfera más luminosa de las relaciones con lo divino dependa, de alguna manera, de aquella -más oscura- que nos separa del ánima”.
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