Luz de día

Dividido en tres secciones (la primera de ellas escrita en prosa), Luz de día presenta poemas clásicos que, como tales, siguen asombrando por su frescura y actualidad. Así, por ejemplo, en “Del orden de las cosas” se despliega un arte poética en la que se propone reconstruir una estructura alterada (“Hasta la desesperación requiere un cierto orden”), como una búsqueda vareliana por urdir en esa desesperación auténtica, la fisura de una luminosidad, en la que la ausencia pareciera borrar los objetos; o en “Madonna” con una simbólica relectura de la condición femenina en la que lo profano, y con ello la oscuridad y lo imperfecto, se entrelaza con lo sacro.

El particular uso del claroscuro por parte de Varela, que más que acentuar el contraste entre la luz y la sombra, intenta demostrar su íntima compenetración, da cuenta de una imagen del mundo no dualista, compleja, de múltiples ángulos superpuestos. En palabras de la poeta y ensayista Natalí Aranda, de quien la presente reedición incluye un lúcido epílogo: “Los poemas de Luz de día tienen un movimiento vertical, descendente y ambiguo. Son la atención que persiste en sacar del vacío una palabra, un esbozo, un sonido. La persistencia de una realidad expandiéndose en el acto creador. La poeta es una conciencia a la espera de la palabra, de esa herida que se abre entre dos oscuridades”.


 

A lo largo de estos ensayos, que pulverizan por completo los clichés que existen en torno a la poesía sureña -el “larismo” es uno de ellos- demostrando su permanente exploración y complejidad, el autor se interna en obras de poetas reconocidos como Maha Vial, Verónica Zondek, Jaime Luis Huenún, Delia Domínguez y Christian Formoso, del mismo modo que en las de otros que han desarrollado su oficio exclusivamente en estas latitudes y que exigen a gritos ser descubiertos en otras, como las de Ivonne Coñuecar, Ramón Quichiyao, Marlene Bohle y Juan Pablo Riveros, entre otros.

 

El Sur y la Patagonia son lugares fuertes en tanto poseen atributos paisajísticos e históricos lo suficientemente singulares como para que en términos culturales y simbólicos se constituyan en mundos “autónomos” cuya fisonomía se puede delinear sin atender casi a la identidad nacional como un todo. La Patagonia, además, es un territorio de resonancias míticas que evoca la imagen de una tierra ferozmente agreste, lejana, que ofrece para quien la contempla -se supone- una especie de experiencia geológica de su naturaleza de grandiosidad sublime poco o nada intervenida por la mano humana. Exhiben, en cualquier caso, identidades que reivindican una poderosa afirmación de ese ser que se imbrica en estas tierras. Sus poetas saben y sienten que el lugar que habitan al mismo tiempo los habita a ellos.

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Blanca Varela

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